Bajo el manto del partido en el poder, la noche del martes 27 de febrero, se llevó a cabo un hecho trascendental en Managua: el desalojo de Rafaela Cerda, madre del exmagistrado del poder judicial, Rafael Solís Cerda, en un acto de arbitrariedad por parte del régimen de Daniel Ortega y Rosario Murillo.
Rafaela Cerda, de 93 años, fue despojada de su residencia en Villa Fontana, Managua, un hogar que durante años había sido testigo de la complicidad y los beneficios que la familia había disfrutado gracias a su conexión con el partido en el poder. El temor se apoderó de su entorno, pues la dictadura no muestra piedad ni siquiera con sus propios aliados.
Paralelamente, Isabella Solís Cerda, hermana del exfuncionario público, sufrió la confiscación de un negocio comercial, otro golpe inesperado proveniente del partido gobernante. La propiedad, un símbolo de los privilegios obtenidos por su relación con el régimen, fue arrebatada sin contemplaciones, sumiendo a la familia en la incertidumbre y el desconcierto.
Durante años, esta familia ha sido cómplice de la corrupción y el abuso de poder perpetrados por el partido en el gobierno en Nicaragua. Han gozado de los impuestos del pueblo nicaragüense, enriqueciéndose a expensas del sufrimiento y la opresión del pueblo.
FSLN le pasa la cuenta a la hermana de Solís
La confiscación de propiedades, como el hotel en San Juan del Sur perteneciente a Rafaela Cerda, es solo una muestra más del desprecio del régimen hacia aquellos que, aun siendo parte de su maquinaria, no dudan en pisotear cuando ya no les son útiles. No importa que nunca se hayan entrometido en asuntos políticos, la dictadura no muestra consideración alguna hacia sus leales cuando estos dejan de servir a sus intereses.
El centro comercial Isabella, fruto de los privilegios y conexiones con el partido gobernante, también fue víctima de la voracidad del régimen, demostrando una vez más que en este país, la lealtad al partido es efímera y que cualquier desviación se castiga con la más dura represión.
Rafael Solís, quien alguna vez fue un fiel seguidor del dictador Ortega, se vio obligado a renunciar a su cargo en la Corte Suprema de Justicia en un acto de valentía y conciencia, denunciando el estado de terror impuesto por el régimen. Sin embargo, su valentía le costó caro, siendo despojado de su nacionalidad junto con otros compatriotas que osaron desafiar al poder establecido.
En la trama de esta historia, se revela una verdad implacable: mal paga el diablo a quien bien le sirve. Aquellos que dedicaron años de su vida al servicio del régimen, ahora sufren las consecuencias de una traición que no hace distinciones. Para quienes han vivido bajo el yugo de la dictadura, la lucha por un futuro digno continúa, alimentada por la esperanza de un cambio que algún día llegará.